Comentario
Lo cierto es que se trata de un fenómeno complejo, pero en el que varios factores parecen evidentes. El primero, de enorme importancia, es el que predomina fuera del territorio de la Grecia tradicional: en las nuevas ciudades -Alejandría, Antioquía, Seleucia-, el problema esencial es la propia escasez de pobladores griegos, si tenemos en cuenta el número de nativos y sus fuertes tradiciones. En Siria, en Egipto sobre todo, pronto se revela inviable la postura fusionadora de Alejandro, con sus matrimonios mixtos y su unificación de razas y culturas bajo el patrocinio regio. Aún Ptolomeo I intentará, durante unos años, una política de este tipo -no otra cosa supone el apoyo a ese dios híbrido que fue Serapis-, pero pronto se revelará tan imposible helenizar a los egipcios, orgullosos de su cultura faraónica, como egiptizar a los griegos, envanecidos por su situación victoriosa y rectora. Y estos griegos, precisamente, se empeñarán en ser, lejos de sus lugares de origen, lo más griegos que puedan, importando del Egeo sus alimentos tradicionales -vino, higos, etc.-, releyendo a sus clásicos, repitiendo machaconamente sus ritos religiosos o funerarios, y hasta fomentando los juegos atléticos a los que estaban acostumbrados.
En el campo de la cultura y del arte, esta actitud sólo podía llevar al conservadurismo más radical. Unidos griegos de distintos orígenes en las nuevas capitales, hubo de imponerse una lengua común que superase los dialectos; y para ello, nada más sencillo que utilizar el lenguaje literario de más uso, el ático de mediados del siglo IV a. C., tan empleado en la oratoria como en las transacciones comerciales. Era una lengua que ya empezaba a resultar académica y formalista en la propia Atenas de h. 300 a. C., pero que se difundió como signo de cultura en todas las escuelas griegas del Mediterráneo oriental: de ahí que se la denomine "lengua común o koiné". En cuanto al arte, ocurrió un fenómeno semejante: lo ya prestigioso en los lugares de origen de los emigrantes pasó a ser considerado lo bueno por definición, a expensas de posibles innovaciones: el hombre de Alejandría o de Antioquía deseaba tener dioses idénticos a los que dejara en su aldea nativa.
En la Grecia propia, y por razones muy distintas, se imponía la misma solución: las arruinadas regiones del Peloponeso, al igual que la derrotada y decaída Atenas, son conscientes de la crisis que viven y, nostálgicas de un pasado mejor, sienten tendencia a aferrarse cuanto pueden a sus tradiciones: no es momento de intentar novedades, sino de mirarse complacientemente el ombligo, de comprobar cómo ha sido la cultura propia de generaciones anteriores la que ha dado como fruto un presente universal que quizá se escapa al propio control, pero que en todas partes se considera halagüeño. Hay que recordar a los genios pretéritos, ahora ya patrimonio de la humanidad helenizada, o, en el mejor y más creativo de los casos, hay que saber buscar la síntesis entre una mentalidad griega, forjada en el estudio de los clásicos, y los problemas generales del hombre, despojados del lastre localista: los filósofos hablarán de la naturaleza y del ser humano, no de los sistemas políticos concretos, el teatro olvidará los asuntos peculiares de la pequeña Atenas para abrirse a la comedia de caracteres, y los artistas se centrarán en la búsqueda de un clasicismo totalizador, concebido como la síntesis de corrientes personales anteriores.